martes, 2 de enero de 2007

A Enrique Rodríguez Ramos, prologuista de este libro y entusiasta de él.
Mi saludo te sale al encuentro y te acoge gozoso.
La vida del hombre es una búsqueda angustiosa y un permanente encuentro.
Sin duda, mis poemas te buscan a ti porque quieren comunicarse a tu vida, y tu inquieto deseo, tal vez rastree y arañe en ellos, para encontrar mis pensamientos.
Todo nuestro ser ansía nutrirse para no morir, como el
árbol, que hunde sus raíces y se apodera del jugo vital.
Pongo esperanzado “Desde la Vida” en tus manos; quizá
tus ojos vislumbren el gozo y el sufrimiento, muletas en las
que me apoyo en mi camino hacia la tarde.
Cuando empieces a leer piensa que estás traspasando el umbral de la casa, adonde acontece mi historia. Es posible que descubras un grito de dolor y un clamor de esperanza: dolor en la carne que sufre el drama de la vida, y esperanza en el sol de cada mañana, hasta el último desasimiento terreno.

El libro comienza con estos versos:

CONFIDENCIA

No digas, mujer,
que todo ha muerto;
que eres maltrecho árbol,
muralla derrumbada
o puente hundido;
que han huido las fuerzas
de tus piernas y brazos,
y que no te obedecen,
porque yo tengo,
y tú lo sabes,
tus brazos y tus piernas,
y una mirada humana
que vence las tragedias.
Recuerdo el huracán:
¡qué triste día!;
una negra nube oscureció el camino;
se conmovieron
los cimientos de la vida;
toda la tierra
era escombrera ante mis ojos;
flor tronchada, tú;
yo, castillo socavado
que se hunde.
A pesar de todo,
no digas, mujer,
que todo ha muerto;
¡tenemos esperanza
y un vivo amor
sustenta nuestra vida!.
Recuerda los días
llenos
de nuestra primavera:
susurro de paloma
arrullaba el camino;
el mismo cielo claro
henchía nuestros ojos
y vientos portadores
de mensajes lejanos
mecían nuestro sueño.
Sentíamos juntos,
cantábamos juntos,
nos quedábamos juntos;
éramos dos llamaradas
de una misma hoguera;
dos gotas de roció
a las que junta el aire;
dos nubes,
que se hacen una sola,
más grande;
dos ríos...
dos caminos...,
dos raíces
de un mismo árbol.

Historia verdadera
nuestra historia;
tan honda,
que brotaba del centro de la tierra,
y brazos generosos
extendían sus deseos
más anchos que los mares.
Tú y yo fuimos aquéllos,
antes de que el huerto
quedara desolado.

Recuerdo el huracán,
¡qué triste, ese día!;
todo era sombra y muerte;
las ramas por los suelos,
colgando la techumbre
cuarteada la casa.

Vimos monstruos horrendos
y abismos insondables;
caballos negros galopando en el cielo
y una hoz,
grande,
que parecía cerrarse
amenazante.
A pesar de todo
no digas, mujer,
que todo ha muerto.
¡Vivimos!,
¡respiramos!;
hay una palabra
que abre nuestros labios;
¡una palabra!
grito caliente,
humano.

Revive los momentos
verdaderos,
que son historia nuestra,
aquellos de la siembra
que floreció en tus manos.
Dos veces fuiste tierra fecunda
que sembré en lo hondo de tu surco,
y aquellos tallos
que brotaron entonces,
ahora nos sostienen y regalan
torres de fortaleza
y vinos de entusiasmo.
Regresa conmigo a la montaña
de aquella primavera
donde alcanzamos el amor que acerca
y del que manan ríos de esperanza.
¡Recuerda!;
entonces nos abrimos a la vida
como ahora nos cerramos a la muerte;
entre una y otra se debaten
nuestros frágiles remos.
Braceamos
en este mar abierto,
galernoso,
buscando un asidero,
roca firme, acantilada,
ante el galope de las olas gigantes
que amenazan tragarnos.
Entonces empezamos
a caminar juntos,
de la mano
como dos niños;
juntos siempre,
mirando a la cumbre
de la vida;
con el oído abierto al otro,
con la boca
musitando una palabra,
viva,
experimentada,
desde lo más profundo nuestro.

Y caminamos juntos hacia el huerto
donde florecen almendros de alegría,
y en el que brotan espigas de esperanza
para seguir andando.
Y lo encontramos;
sumamente gozosos
llegamos a él;
con nuestras manos
abrimos surcos en la tierra
y hundimos la semilla
a la sombra de soñados cipreses
coronados de azul.
Y nos tendimos sobre el césped,
esperando
la lluvia de rosas del amor.

¡Recuerdo el huracán
que te hirió tanto!
¡Me llovía dolor por todas partes!
El rayo fulminante
caía sobre el árbol
y le abría su vientre
dejando sus raíces descarnadas.
Sólo negros brazos,
secos y calcinados
salían de su tronco
como horrendos cuernos que embestían,
aunque ya estaban muertos.

¡Todo era dolor... dolor... dolor...!;
nos visitó el dolor;
éramos nosotros dolor;
por el cauce de los ríos
avanzaba el dolor;
por todos los caminos
circulaba el dolor,
y valles, bosques y montañas
gritaban por sus árboles y plantas
el grito penetrante del dolor;
porque todo estaba dolorido
y el sol y el aire
ponían en las cosas
sus entristecido beso.
Yo te miraba a ti,
gacela herida,
azucena arrojada en el camino,
que tomaron mis brazos
porque me dolían los tuyos,
caídos,
y tu torcida boca.
Sí, me dueles tú, toda entera,
tu impotencia
y tus miembros maltrechos.
Me duele el pensar,
el sentir, el andar, el comer,
el dormir, el soñar, el sufrir.
¡Oh, fuente del dolor!
¿Dónde manas tus aguas?
¡Tus amargosas aguas!;
¡Tus aguas liberadoras!,
porque ellas lavan
la suciedad humana
y son sangre que da vida
a la sencilla violeta.
Así te veo, mujer,
violeta pequeña,
llenando las lindes del camino
del grato perfume
de tu presencia rota.

A pesar de todo
no digas, mujer,
que todo ha muerto;
que te cuesta vivir,
que te agobia el cansancio,
que te pesa tu pierna,
dormida,
y tu brazo
caído,
porque aun tienes luz en la mente
y amor en tus ojos.

Escucha, mujer:
levanta el rostro,
mira a la lejanía,
vete rejuvenecida
en esas ramas nuevas
que han brotado de ti
y ahora se muestran
plenas de vida y gallardía.
Pon los ojos en ellas
porque allí está tu vida,
tu amor, tu sangre
y tu fuerza;
todo aquello que se te ha ido
porque no puedes retener.
Mira tus dos brazos abiertos
para abrazar toda la tierra
con humana acogida,
entrañable acogida.
¡Oh, hilo de tu vida,
que te huye
por no sé qué sendas
y en él alientas y palpitas!
Escucha el rumor de tus dos ríos
que avanzan hacia mares de ensueño,
siempre renovados,
buscando misteriosos caminos
de alegría.
Porque el tronco va muriendo
pero la vida sigue
aflorando en sus brotes;
y yo veo cómo siento
esa sed de vivir
que estalla,
que atormenta
cuando se seca el alma,
que pide con angustia
el agua del no morir
como el náufrago la orilla.